Los hechos ocurridos
en Villa Páez en estos días otra
vez nos muestran la forma violenta de pensar y resolver los conflictos.
Nuevamente advertimos expresiones de sentimientos masivos de desprotección
que producen, como contraefecto, el clamor por el endurecimiento
de normas judiciales y actividades policiales, cuyas formas de ejecución
son conocidas como políticas de mano dura.
Esos procedimientos se acompañan con un mayor armamentismo,
la sustitución de la acción pública por mayor
custodia de la esfera privada y la denominada justicia por mano
propia. Así, la seguridad pública de la vida ciudadana
se invirtió en modos de privatización de la seguridad
individual. El problema reside en que este miedo masivo, el temor
a la criminalidad, es a la vez fuente de otra criminalidad. Se
trata de una esfera de ilegalidad legitimada por la ciudadanía
asediada por sentimientos asociados a la victimización social.
Un convite al crimen potencial para conjurar la potencialidad criminal,
un crimen fundado en el miedo al crimen, una aterrorizante fuente
de peligrosidad que se expande. La inseguridad obliga a los habitantes de las ciudades a adoptar
técnicas de sobrevivencia que profundizan la segmentación
social, inciden en la devaluación de la vida humana y en
la tendencia a responder a la ansiedad escalando aún más
la segregación y la confrontación entre sectores.
Los llamados justicieros encuentran defensores públicos
y anónimos que justifican este tipo de conductas como una
defensa ante la inoperancia de la Justicia y la falta de seguridad. Nuestra pertenencia al campo democrático nos impone creer
en la educación del hombre y la igualdad de oportunidades.
Esta igualdad de oportunidades nos lleva a admitir que ciertas
conductas infractoras están fuertemente influenciadas por
las inequidades sociales y culturales. Impedir la transformación de un ciudadano en víctima
es una de las funciones de la prevención. La prevención
es una obligación imperiosa, inherente al contrato social. La credibilidad de la prevención del delito sólo
será restablecida si adoptamos rigor y continuidad en las
acciones de prevención, metodologías y evaluaciones
que alimenten la transparencia democrática y la confianza
de los ciudadanos. Y en cuanto a las armas, un arma en una casa
representa más un riesgo que una protección. No podemos seguir admitiendo el mito del justiciero exitoso ni
que se haga justicia por mano propia a riesgo de regresar a la
antigua ley del Talión, del ojo por ojo y diente por diente.
La revancha acaba por igualar víctima con victimario, creando
un círculo vicioso de violencia y venganza. La presencia de las armas de fuego transforma los conflictos,
las desavenencias banales o las crisis emocionales en tragedias
irreversibles. El arma transforma la naturaleza de los conflictos personales
convirtiéndolos en suicidio, asesinatos, accidentes mortales.
Una sociedad desarmada es más segura que una sociedad en
la que cada ciudadano compra un arma para defenderse de las armas
de los otros. Podemos pensar en otra forma de resolver los conflictos que no
sea la violenta, podemos ser más diferenciados en nuestras
respuestas. El pragmatismo de las respuestas reservaría
la intervención penal para los casos más graves y,
entretanto, recurrir a la mediación, a desarrollar respuestas
civiles y administrativas a una gran cantidad de comportamientos.
El efecto positivo es el de reintroducir las graduaciones, las
etapas en la acción, que nos den la oportunidad de inventar
estrategias plurales a nivel local. Frente a un conflicto, frente a la comisión de un acto
que atenta contra una o varias personas, frente a los disturbios
del orden público, frente a la multiplicidad de situaciones,
de personas, autores o víctimas en situación de sufrimiento,
la respuesta de las instituciones y las de nuestras creencias no
pueden contentarse con ser unívocas, jerarquizadas, preestablecidas. Tomemos conciencia de que, frente a la complejidad de las situaciones,
nos vemos obligados a una búsqueda de eficacia, revisando
las fronteras establecidas. Las respuestas convencionales no están
dadas de una vez y para siempre, ya que varían en función
de las diferentes situaciones. Civilizar los conflictos, hacerlos civiles es dominar la manera
de resolver el problema siguiente, que será el hecho de
que los protagonistas van a seguir viviendo en el mismo barrio,
y en la misma ciudad. En otras palabras: el de la violencia no
es un camino de pacificación. Y a no hay que confundirse, porque no tiene el mismo registro
interno clamar por “mano dura” que hacerlo por justicia;
decidir llevar un arma que peticionar por mejores instituciones. No es lo mismo, claro está. Unas son opciones que recrudecen
el fenómeno; otras, valores que lo desactivan. © La Voz del Interior
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