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Por Claudia
Laub (*) La inseguridad resulta,
sobre todo, consecuencia de un abandono social. Los ciudadanos
se sienten desprotegidos por las instituciones, por la policía,
por su vecindario, por su familia. Enfrentar la inseguridad es
manifestar la voluntad política de poner fin a este abandono,
es pensar que todos los ciudadanos pueden tener los mismos derechos
y deberes, el igualitario acceso al bien común que representa
la seguridad. La prevención tiene
que reforzar la protección a través de la educación, la autoestima,
la capacidad de resolver los problemas por fuera de la violencia,
la oferta de posibilidades de reparación, la ayuda a los agresores.
Es necesario tener un régimen alternativo de penas, cuya ejecución
sea creíble, así como la intervención en el mercado de armas y
drogas -que aparenta estar protegido y seguro- y del que no parecen
estar excluidos los chicos. La represión también
debe servir, pero eficazmente, sin transformarse en un instrumento
de reproducción y agravamiento de los problemas. Es imprescindible
un equilibrio entre prevención y represión. Una no puede reemplazar
a la otra, ni paliar su ausencia. La calidad de vida
en las ciudades es proporcional a la seguridad que alcanzan sus
habitantes. Una utilización constante y masiva de los espacios
públicos, en un contexto de convivencia solidaria y de respeto
a las diferencias, genera mayor protección social. En cambio, la inseguridad
modifica los usos de la ciudad. El primer efecto es el abandono
por parte de la gente de las calles y espacios públicos, y la
tendencia a hacerlos privados. Como indicadores de la pérdida
de calidad, se observa una baja de los valores inmobiliarios,
un deterioro de las construcciones y una menor oferta de servicios
(salud, policía, transporte, educación). El contexto urbano
está marcado por fenómenos socioculturales como el crecimiento
del sentimiento de inseguridad, la amplificación de hechos generadores
de violencia, la disminución del nivel de tolerancia hacia los
delitos menores, los actos de corrupción, la falta de civilidad
en los modos habituales de relación. Es entonces cuando la violencia
se instala como un modo de relación; y la familia, la escuela,
el barrio y la ciudad, dejan de desempeñar el rol de contener
y dar identidad a sus miembros. Pensamos que la participación
de la comunidad puede contribuir a disminuir los niveles de violencia
e inseguridad. Pero, si no se pone en marcha una verdadera transformación
de los servicios por parte del Estado (en este caso, una mejora
palpable en la atención al ciudadano en las comisarías, juzgados
y demás organismos relacionados con la seguridad) ser muy difícil
lograr el compromiso comunitario, que se encuentra debilitado
-en parte- como consecuencia de muchas promesas incumplidas. (*) Claudia Laub, Asociación
El Agora. Coordinadora del rea de Seguridad Urbana de la asociación
El Agora. (el
articulo continua. Para más información sobre el
artículo envienos un e mail: a elagora@arnet.com.ar) Volver
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